julio 22nd
Un país más allá de la crisis
Que España está muy jodida no es ningún misterio. Es más, ya ni siquiera es una noticia. La intervención completa inminente, las infinitas colas del paro, los recortes aún más infinitos, las manifestaciones, la corrupción enquistada, las instituciones anacrónicas, el despilfarro como estilo de vida, las salidas de tono de la caspa política y otros horrores que a diario copan los medos de comunicación se encargan de que lo tengamos muy presente. Las comparaciones con otros países europeos, y más asiduamente con Alemania y con Francia, han reverdecido y nos han devuelto a los españolitos a ese lugar del que parecíamos haber salido en los años noventa. Ese lugar es el complejo de inferioridad.
¿Por qué en los noventa salimos y ahora volvemos a él? La respuesta, como tantas otras, la tiene el dinero. El capitalismo puro y duro se ha marcado muchos tantos a favor en su historia, pero este es quizá uno de los más fuertes. Que la autoestima nacional se mida por el nivel de productividad que es capaz de alcanzar un país no es cosa baladí. De unos años a esta parte, parece que España, como el resto de los países que componen lo que algunos llaman cerdos en inglés por la coincidencia del acrónimo (PIIGS: Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España), no es más que el refugio sureño de los apestados que ocupan los últimos puestos en los rankings ‘buenos’ y los primeros puestos de los rankings ‘malos’. Una idea tan simplista que pone los pelos de punta.
Pues una idea tan peregrina como esa ha calado hondo en nuestra conciencia colectiva. En cuestión de meses hemos reducido un país a un mero baile de datos diarios. En un mundo donde el parado o el jubilado medio no resulta atractivo para nadie porque no tiene capacidad adquisitiva, tiene su lógica que hayamos extrapolado según qué baremos a ámbitos más amplios. Tanto tienes, tanto vales.
Este mes he tenido la oportunidad de visitar Berlín por asuntos de trabajo, y es cierto que se nota otro modo de encarar las cosas. El Reichstag lo encarna perfectamente: a la remozada cúpula de cristal del histórico edificio pueden acceder los ciudadanos durante las sesiones del Parlamento y mirar literalmente por encima del hombro a los políticos que han elegido. Algunas de las cifras que desprende Alemania hacen palidecer a España. Pero, díganme por favor, ¿desde cuándo un país se reduce a la dichosa prima de riesgo y cuatro datos más? España tiene una imagen mucho mejor fuera que dentro de ella misma.
Corremos el riesgo de evaluar la calidad de las cosas en los términos totales que nos impone el rigor neoliberal de estos tiempos de recesión. La homogeneización, otrora considerada un perfecto horror, no sólo ha ganado adeptos sino que además ha logrado imponerse como vara de medir. ¿Por qué extraño motivo tendríamos que ser todos iguales? ¿Por qué exigimos al zaguero de la clase que deje de ser como es para, no mejorar, sino ser literalmente como el alumno más aventajado?
No se confundan. No soy yo de banderitas ni de himnos ni de otras pretendidas solemnidades patrias, como tampoco lo soy de anular la capacidad de autocrítica. Lo que ocurre es que entre la crítica y el critiqueo hay un trecho bien grande.
Hemos dejado aquello de «yo soy español» sólo para el fútbol. Ya no somos ciudadanos contentos de una tierra rica en contrastes, de clima envidiable, con diferentes identidades convergentes, con una lengua tan extendida y apreciada en todo el planeta, con una de las mejores gastronomías del mundo, con un sistema sanitario -hasta ahora- ejemplar, con una situación geográfica privilegiada, con unos recursos naturales extensos (en las manos equivocadas, cierto), con un patrimonio cultural inmenso y con una ciudadanía que no duda en echarse a la calle cuando la situación lo requiere. Los índices bursátiles jamás lograrán reflejar, por ejemplo, la tranquilidad con la que uno puede caminar solo por Madrid o Barcelona a las tres de la mañana. La cantidad de jubilados alemanes que vienen aquí a pasar sus últimos años de vida sí que nos da una pista. Dirán ustedes, como también digo yo muchas veces, que España es un país muy bueno para descansar pero no tanto para trabajar. Pero, ¿acaso ahora trabajamos los españoles peor que hace seis años? Permítenme que lo dude.
Quizá sea este un buen momento para recuperar el relativismo fundamental (que traza unas exigencias de esfuerzo y mejora en términos porcentuales y no totales) y para apuntalar la autoestima de este país (y las diversas sensibilidades que en ella caben) sobre una riqueza de valores y no sobre la pobreza y volatilidad del dinero. Lejos de chovinismos baratos pero lejos también de derrotismos inútiles. Quejarnos sistemáticamente sólo mina nuestra moral. Somos mucho más que un país en crisis.
Los inteligentes aprovecharían esta crisis para reforzarse sobre otras bases. Buscarlas es uno de los retos que nos plantea una coyuntura histórica que no deja de hacernos preguntas.
Category:
- autoestima
- crisis
- España
- imagen de España
- nacional
- Uncategorized