Hoy ha sido la comidilla del día en todos los corros. Ricky Martin ha salido del armario. Al fin. Lo hizo ayer mediante un comunicado en su página web en el que habla de la publicación de sus memorias, ejem.

Cuando un personaje tan conocido como él sale del armario, ofrece al mundo un nuevo referente que contribuye al proceso de visibilidad de nuestro colectivo, sin el cual seguiríamos marginados en la sombra. Más aún cuando es un hombre soltero con hijos, como bien indican desde GLAAD.

Cierto es que ya todo el mundo lo sospechaba del cantante, pero igual de cierto es que ha tenido el valor de confesarlo ante un público que no siempre es tan tolerante como pensamos, sobre todo en Latinoamérica, donde la losa católica todavía pesa demasiado. Comparto buena parte de las reflexiones al respecto que hoy hace Shangay Lily en su Divario, donde acuña el término tardogay para referirse a la confesión tardía y cobarde del artista, en decadencia desde hace años y apoltronado en el trono que le ha reportado su ascenso durante el que no se atrevió a jugarse la carrera perfectamente trazada desde la más ortodoxa heteronormatividad. Eso sí, ahora dice que la homosexualidad es un regalo.

En cualquier caso, yo creo que por encima de todo prevalece su derecho a decirlo cuando le dé la real gana. Y es que enfrentarse a la homofobia nunca es tarea fácil, pues todavía reside en todos los ámbitos y los estratos sociales, de manera concentrada y difuminada. Desde la sutileza con que nos rechazan para un puesto de trabajo «por no responder al perfil requerido» hasta los horrendos modales del energúmeno cuyas orejas rezuman intolerancia. No es por casualidad que en el deporte de masas por excelencia en estos lares, el fútbol, impere la ley del silencio. Obviamente, no es que no haya futbolistas gays, es que en el fútbol hay una homofobia que apesta a kilómetros. No hay nada más patético que ver a esos futbolistas de élite [sic.] inventar novias o escarceos como si fuesen quinceañeros armarizados. O mejor dicho, sí que lo hay: el outing, que consiste nada menos que en sacar a patadas del armario al prójimo. Confío en que tan fea costumbre vaya desapareciendo conforme crece la autoafirmación de cada cual, que ha de decirlo cuando lo crea oportuno. Hoy, esos millones de hombres y mujeres disponen de otro espejo en que mirarse, otro referente en su particular lucha silente.

Eso sí que es un pasito pa’lante.