En el metro, a veces, suceden cosas interesantes. Allí abajo, en unos pocos metros cuadrados, coinciden millones de personas cada día. Si te fijas bien, puedes extraer conclusiones de la vida de la ciudad. Esta mañana, yendo apretado como de costumbre, vi como un asiento quedó libre justo frente a mí. Así lo dejé, sobre todo porque cuando el vagón va muy lleno me resulta incómodo sentarme para levantarme al poco tiempo; pero también por ver qué ocurre alrededor, cómo la gente corre a sentarse. Se acercó entonces una señora de unos cincuenta y tantos, que prácticamente voló por encima de otra. Ésta reclamó el asiento, sin éxito. La señora sentada se quedó farfullando: «¡que se vaya a reclamar el asiento a otra parte!», ante lo que una mujer musulmana con chador se mostró indignada. Fue entonces cuando la cincuentona le espetó :»¡y a tí tampoco te cedería el asiento! ¡vete a reclamarlo a tu país!» Tuve que morderme la lengua para no acabar cual profesor Neira. Por suerte, la mujer musulmana no se achicó, y muy acertadamente le dijo: «mi país es éste». Imagino que la mente tan limitada de aquella señora-usurpadora no le permitía pensar o siquiera mirar más allá de sus españolísimas narices. ¿Qué le haría pensar que era alguien para soltar semejante burrada? ¿Era más española por no llevar chador, o por haber nacido en unas tierras que fueron propiedad de los antepasados de la musulmana a quien gritaba, o por hablar castellano, o por rezarle a Jesucristo?

Y es que, señores, no es lo mismo pertenecer a un país que un país te pertenezca.