agosto 13th
Así es la censura en 2017
Estos días de verano estoy terminando de leer Arden las redes (Debate), la última obra de Juan Soto Ivars. En ella, he encontrado que el autor expresa con puntería milimétrica lo que se me viene a la mente cada vez que leo una de esas absurdas y efímeras polémicas que impregnan a diario Twitter, Facebook o YouTube. Desarrolla el concepto de poscensura, definida como la que se ejerce hoy, no a través de un órgano censor institucionalizado como suele ocurrir en las dictaduras, sino en el ágora de nuestro tiempo: las redes sociales.
Hoy, da igual si uno tiene a sus espaldas un currículum impecable, muchos años de experiencia o unos conocimientos apabullantes sobre un tema. Un simple tuit que esté fuera de lugar (o que alguien con poder en las redes crea que está fuera de lugar) puede destruir toda una carrera en cuestión de minutos. Prácticamente sin opción a réplica.
A diario vemos cómo en las redes sociales se crean enjambres de abejas sedientas de una víctima. Se calientan en grupo, atacan en grupo y después se retiran en grupo, dejando a su paso un reguero de insultos, amenazas y destrucción. Una metáfora que reflejó muy acertadamente Black Mirror en su último episodio. Esto ha ocurrido tantas veces (Soto Ivars contabilizó al menos 34 shitstorms durante noviembre de 2016… es decir, más polémicas que días tiene el mes) que ha terminado por generar, sobre todo en los personajes públicos, un estado de censura previa. «No diré absolutamente nada que pueda ser malinterpretado» parece ser el nuevo mantra.
El número de seguidores se ha convertido en una de las mayores armas de nuestro tiempo. Da muchísimo poder. No sólo te garantiza que las marcas te regalarán bolsos, zapatos, teléfonos móviles, viajes o asientos en front row, sino que también te otorga la capacidad de destruir a quien quieras, siempre que ese alguien esté por debajo de ti en el podium influencer. Basta que toques tu flauta para indicar el lugar al que debe ir tu pequeña gran masa y, una vez allí, soltarles a tu presa desde las alturas. Es una especie de dictadura de las K (letra empleada para indicar cuántos miles de personas siguen a alguien). ¿No quieres ser el blanco de nadie? Pues cállate.
Pero en Occidente y en pleno 2017, ¿cómo va a haber censura? Se supone que somos más libres que nunca y que tenemos en la palma de la mano todas las herramientas del mundo para expresarnos sin cortapisas. Además, se supone que también somos muy susceptibles a los ataques a esa libertad de expresión. Cuando el gobierno del PP aprobó la Ley Mordaza, protestamos. Cuando varios yihadistas asesinaron en París a algunos miembros de la redacción del semanario Charlie Hebdo por publicar parodias sobre Mahoma, todos nos colgamos el letrero de Je suis Charlie. Sin embargo, la cosa cambia radicalmente cuando alguien expresa algo que no nos gusta o que contradice nuestros valores.
Levanto la vista de las páginas del libro que explica la teoría y no me hace hace falta más que llevarla a la pantalla del móvil para tocar la práctica con la yema de mis dedos. En este fin de semana, el que condensa más verbenas de todo el año en España, resulta que el Instituto Vasco de la Mujer o el Institut Valencià de la Dona han elaborado listas de canciones libres de machismo. El célebre Despacito de Luis Fonsi (póngalo en la boca de una mujer y comprueben que la validez de su mensaje es la misma) o Cuatro babys de Maluma se han convertido en el epítome de la discriminación para algunos. Y, por supuesto, deben ser barridas de la faz de la Tierra.
Si hace tan sólo una década nos hubieran dicho que en 2017 habría canciones permitidas y canciones prohibidas, lo más probable es que no nos lo hubiéramos creído. Pero es una realidad. Si tu canción, tu libro, tu anuncio o tu tuit faltan a mis principios, ten por seguro que no me voy a sentar a discutirlo contigo. Y no lo haré porque ya tengo una conclusión sobre ti y no vas a poder cambiarla. Porque si hay algo fundamental en el mundo virtual es tener una opinión clara de todo, y no me hables de matices que te lías.
«¿Votas al PP? Eres un facha. ¿Votas a Podemos? Eres un chavista. ¿Apoyas la gestación subrogada? Eres un machista esclavizador. ¿Defiendes la igualdad de género? Eres feminazi».
Y así ad infinitum.
Lo importante aquí es hablar, no escuchar. Por eso, si no me gusta lo que dices, voy a hacer todo lo posible para que te calles. Y si tengo los suficientes K o bien algo de suerte, lo conseguiré.
Por supuesto, y como demuestran los listados de canciones prohibidas que contravienen la moral de algunos ayuntamientos del mismo modo que el top less contravenía la moral franquista, este estado de poscensura ha llegado a las diversas manifestaciones artísticas. Ahí la cosa se pone aún más grave, porque lo que peligra es el Arte propio.
Antes que arcilla para modelar, pintura para pintar, instrumentos para tocar o papel para escribir, lo que el Arte necesita es libertad. En 2017 hemos llegado a un punto en que sería impensable la Lolita de Nabokov, por ejemplo, porque en una tarde sería tachado de pederasta en Twitter, sus obras serían retiradas de todas las librerías biempensantes y su nombre engrosaría la lista de autores malditos. Y así es como hemos conseguido superar cualquier distopía y fusionar 1984 de George Orwell con Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.
En noviembre del año pasado, el mundo se quedó en shock tras la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. ¿El mundo entero? En realidad, no. Sólo la burbuja en la que vivimos nosotros, perfectamente impermeable o, mejor dicho, permeada únicamente de aquello que nos gusta o que podemos tolerar. La infantilización de nuestras vidas, donde no debe existir nada que nos perturbe, es un hecho.
Pero no defiendo la libertad sin límites. Cualquiera que tenga el graduado escolar sabe que tu derecho termina donde comienza el mío. Yo mismo he condenado en infinidad de ocasiones las diversas manifestaciones homófobas que aún ocurren en este país. La libertad de expresión no puede ser el subterfugio del odio. El dicurso xenófobo sembrado por Donald Trump ha tenido mucho que ver con los disturbios que ayer se cobraron la vida de tres personas en Charlottesville (Virginia) tras una marcha neonazi. Es un buen síntoma que estos hechos hayan causado tanto rechazo internacionalmente, porque significa que ese extremismo es provocador y, por tanto, residual. Pero pretender que no exista no sólo es darle la espalda a la realidad, sino alimentar un monstruo que terminará por crecer. La raíz del racismo, como la del machismo o la homofobia, ha de ser atacada con más educación, no con más mordazas.
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