junio 12th
El agridulce testimonio de un superviviente de Pulse
Michael Morales, en mayo de 2017
La vida de Michael Morales (Fort Hood, Texas, 1982) cambió en apenas unos segundos hace justo un año. Poco después de las dos de la madrugada del 12 de junio de 2016, Omar Mir Seddique Mateen, de 29 años, entró a la discoteca de ambiente Pulse, situada en la bulliciosa zona de ocio de Orlando, armado con un fusil semiautomático y una pistola. El club celebraba una fiesta latina aquella noche, a la que habían acudido unas 300 personas, sobre todo puertorriqueños. El terrorista abrió fuego contra la multitud, entre la que se encontraba Michael y su pareja, Martín Benítez Torres.
“Martín y yo habíamos llegado muy tarde a la discoteca, a eso de la una “, recuerda Michael Morales en la entrevista que le hago por teléfono. “Vivíamos en Tampa, a una hora y media en coche, pero fuimos a Orlando a ver a unos familiares de Martín que estaban de visita. Él me dijo que se celebraba una fiesta latina en Pulse, habíamos ido un par de veces antes y lo habíamos pasado bien, así que fuimos. Al llegar, el espectáculo de dragas [Michael es estadounidense con raíces puertorriqueñas y esa es la manera boricua de llamar a las drag queens] ya había terminado y yo estaba cansado, así que al poco rato miré el reloj, vi que eran las 1:45 h. y le dije: ‘A las dos nos vamos’. Martín asintió y siguió hablando con unos amigos que no había visto hacía tiempo. Cuando miré de nuevo el reloj, vi que eran las 2:08 h. Nos agarramos de la mano, nos despedimos de todos y, justo cuando nos dimos la vuelta para salir por la puerta, escuchamos un estruendo. Martín me preguntó ‘¿Qué es eso?’ y cuando escuché bien, me di cuenta de que era una metralleta. Le dije a Martín: ‘Eso son tiros, ¡corre!’. Cuando salimos corriendo, el terrorista empezó a disparar hacia nosotros. Martín recibió un disparo en el hombro que le salió por la clavícula. Se detuvo y me dijo: ‘Bebé, yo me voy a morir. Quiero que sepas que te amo’ y se derrumbó en el suelo. Yo me quedé sorprendido y no tuve otra opción que tirarme con él al suelo; no iba a salir corriendo y dejarlo solo allí tirado”.
En aquel momento, Michael todavía no había recibido ningún disparo. Después impactó una bala sobre su tibia derecha. “Eso fue lo más doloroso que yo he sentido en mi vida. La gente dice que cuando recibes un disparo no te enteras. Eso es mentira. Para mí fue como un campanazo, la pierna me hizo ‘¡duuuung!’ y se me elevó del suelo. Después recibí dos disparos en el fémur izquierdo, que me lo destrozaron por completo, y el último disparo que recibí fue en el glúteo izquierdo, que me fracturó la pelvis”.
Martín recibió seis tiros. El mortal impactó en su arteria femoral, que le hizo desangrarse.
Martín y Michael, a comienzos de 2014
“Yo trataba de llamarle y él no me respondía”, dice Morales. “Entró el shock y no pude ayudarle. Durante ese tiempo, creía que me iba a morir allí. También pensaba, cada vez que me entraba una bala, que si sobrevivía no iba a poder caminar nunca más. Pensaba en Martín, en cómo estaba, y lo empujaba llamándole: ‘Bebé, bebé’, pero él no me contestaba. Cuando recibí el tiro en el glúteo, me afectó a la columna. Pensé que me iba a quedar parapléjico. Empecé a llorar. Pero me dije ‘espera un momento, intenta mover las piernas para ver’ y cuando pude mover las dos piernas, me tranquilicé un poquito. Estuve en el suelo hasta las 3:40h., momento en que me rescató un policía que entró y me vio cerca de la puerta (el terrorista fue abatido a las 5 de la mañana y el cadáver de Martín no fue levantado hasta las tres de la tarde). Al verlo entrar, alcé las manos y le dije que estaba vivo. Me arrastraron hasta un Dunkin’ Donuts que había cerca. Allí coloqué las manos sobre mi pecho y, poniendo en práctica mis conocimientos de enfermería, me concentré en mi respiración y traté de moverme lo mínimo posible. Cuando pensaba que me iba a morir, llegó la ambulancia. El hospital estaba a dos minutos, por suerte. Allí me dijeron que el quirófano estaba lleno, que me estabilizarían y me ingresarían en la UCI. Me metieron en un box de urgencias y luego me sacaron al pasillo, donde el doctor me dijo que me harían un torniquete. Le dije que, si no me hacían una trasfusión de sangre, me iba en un shock hipovolémico”.
Michael fue estabilizado. A las ocho de la mañana, el doctor le preguntó: ‘¿Qué quieres que haga por ti?’ y él contestó: ‘Que me salven mis piernas’. El médico dijo: ‘Eso mismo es lo que voy a hacer’.
Ese hospital era el Orlando Regional Center, donde permaneció ingresado 40 días. Hicieron falta trece bolsas de sangre, seis operaciones, varios trasplantes de hueso en ambas piernas, algunas varillas de titanio y cinco meses de rehabilitación para que pudiese caminar de nuevo. Hoy, todavía lleva un bastón.
El segundo mayor atentado en la historia de Estados Unidos y el mayor asesinato masivo de personas LGTB desde el Holocausto dejó 49 víctimas mortales, más de 50 heridos y una cicatriz para siempre en la comunidad gay internacional.
A Michael le arrebató el amor de su vida. Martín y él se habían conocido el 11 de septiembre de 2013 en un karaoke de Puerto Rico, donde Michael había emigrado con apenas diez años. “Recuerdo que yo me quejaba de que alguien estaba cantando canciones de desamor y dije ‘¡Ay! Este local no está para esas canciones tristes’, a lo que Martín se volteó y me dijo ‘¡Deja que la gente cante lo que quiera!’. Ese gesto me gustó mucho, así que me presenté. Nos fuimos a tomar algo a otra parte con unos amigos y después él me pidió mi Facebook, a lo que yo contesté dándole mi número de teléfono. Al cabo de dos meses, ya estábamos viviendo juntos allá en mi islita [Puerto Rico]. Y más adelante me salió una oferta de trabajo en Tampa (Florida). Acordamos que yo vendría primero y él después, y así fue en 2015. Yo llegué en mayo y él llegó en diciembre. Tenía 33 años. Comenzó a estudiar para técnico de farmacia. Apenas llevaba seis meses en Estados Unidos cuando lo mataron”.
Martín y Michael, en mayo de 2015
El asesino de Martín y de otras 48 personas, Omar Mateen, llamó al 911 desde el interior de la discoteca para avisar a la policía de que estaba actuando en nombre del autodenominado Estado Islámico. Ya había sido investigado en el pasado por levantar sospechas sobre su adhesión al DAESH, pero no había sido detenido por falta de pruebas. En 2004 comenzó en el programa de justicia criminal en la academia Indian River State College, en Fort Piece, la ciudad donde vivía en el este de Florida. En junio de 2015 había intentado ser policía. Fue rechazado, al presentar su solicitud sin responder a algunas preguntas. Durante la entrevista con el reclutador, dijo que sabía que no le admitirían por el hecho de ser musulmán (a pesar de que la religión del candidato ni siquiera era una pregunta del formulario). Omar nunca encajó esa negativa.
Su padre, Mir Seddique, contó a la NBC que había visto a su hijo muy enfadado tras presenciar un beso entre dos hombres en Miami un par de meses antes de cometer la masacre. Y un compañero de instituto contó que Omar había sufrido bullying a comienzos de la década de los 2000; no por ser musulmán, sino por ser bajito y gordo. Unos años más tarde, comenzó a entrenar duramente en el gimnasio e incluso llegó a tomar esteroides. El mismo compañero aseguró que Omar quería ser policía desesperadamente para tener autoridad, del mismo modo que quiso pertenecer al grupo de chicos musculosos y deportistas del instituto, sin éxito. Su perfil era el de una persona rechazada por su entorno. Alguien que respiraba odio porque recibía odio.
“Yo no tengo odio ni tengo miedo”, asevera tajante. “Yo voy al mall, al cine, ceno con mis amistades, hago mis compras solo, voy al gimnasio… no tengo ningún miedo a salir de mi casa. He decidido ser fuerte. Sé que su objetivo era destruirle la vida a la gente. Decidí que no iban a destruir mi vida, que soy más fuerte de lo que ellos creen”.
Michael dice no albergar ningún tipo de sentimiento hacia el terrorista que cambió su vida. “Ni bueno ni malo. ¿Para qué dedicarle tiempo a alguien así?”, me pregunta. “Para mí, era un ser infeliz, alguien que no valía nada. Sólo digo que Dios se encargue de él. Porque yo sé que él la está pagando. Si él tenía algún problema con su vida, había formas de resolverlo. Se llevó por delante a 49 personas que no tenían nada que ver. Un cobarde”.
Me resulta inevitable preguntarle por Donald Trump, quien ha llegado hasta el puesto con más poder del país sembrando un discurso de odio hacia personas como él, latino y homosexual. “Es un animal”, sentencia. “Tiene mucho poder porque tiene mucho dinero, pero es un cabeza hueca. Sí me da miedo que por su culpa se levante esa manada de imbéciles. La gente dice que en Estados Unidos no existen prejuicios, pero eso el falso. Hay discriminación por raza, color, sexo… todo lo que dicen las leyes que no debe haber. ¿Por qué tú crees que la mujer gana menos que el hombre en el trabajo? ¿Por qué crees que hay más blancos que negros en cualquier empresa? Con este anormal de presidente, todo eso se ve más claro. Este país no es la encarnación de la libertad como se dice. Lo más gracioso es que Trump tampoco es 100% estadounidense, tiene raíces alemanas. ¿De qué estamos hablando? Habla el burro de orejas largas. Aquí, si tú no ves a un latino trabajando en agricultura, no vas a ver a nadie. Los blancos y los negros no quieren trabajar en el sol. En Sanidad, los latinos venimos de trabajar con muy pocos recursos, atendiendo con muy poco a una cantidad de gente que eso es inexplicable. Y, cuando llegamos a EE.UU., donde lo más que puedes atender es a cinco pacientes, pues destacamos. Con los negros también tenemos riñas […] En EE.UU. me he sentido más discriminado por ser latino (pese a que hablo un inglés casi perfecto, pues es mi lengua madre) que por ser gay. Al principio tuve que ir hasta Recursos Humanos, porque una compañera de trabajo se quejó de que yo estaba hablando español… ¡en Florida! Que la mitad de Cuba está aquí, y ahora la mitad de Puerto Rico también. Ellos se molestan porque nosotros también somos ciudadanos americanos y podemos trabajar y viajar a las 50 estrellas”.
Michael, en mayo de 2017
Pese a todo, Michael sigue creyendo que hay más bondad que maldad en el mundo. “El amor siempre vence al odio”, comenta como un mantra. Michael recibió cientos de muestras de afecto durante su convalecencia: flores, bombones, cartas… “¡Me llegaron tantos detalles! Tú sabes que, cuando más de una persona está en oración pidiéndole a Dios, lo que pides se cumple. Y estaba el mundo orando por mí. Me inundaron el Facebook, con mensajes desde Hawai, de California, de todo el mundo, con cadenas de oración en Puerto Rico, recaudaron dinero para ayudarme, hicieron camisetas… Ahora vivo solito y a veces me siento en mi casa y pienso ‘¡Wow!’ Cómo la gente, incluso sin conocerte, te quiere y desea que te mejores”.
El ánimo de este joven de 34 años es tan positivo que incluso se refleja en la respuesta que me da cuando le pregunto qué es lo que le diría al asesino de su novio en el caso de poder tenerlo frente a él. “Si Dios me diera la oportunidad de hablar con alguien, yo quisiera que fuera Martín, para poder abrazarle, darle un beso y decirle que lo amo. Al asesino ese no le conozco, no tengo nada que decirle; lo hecho, hecho está. Él sabía que en aquel local no había escapatoria ni guardas con armas. Sabía que no había para dónde correr. No le vi el rostro aquella noche porque estaba escondido en la oscuridad. No supe quién era hasta hace cuatro días”.
“He pasado por muchas cosas en mi vida”, asegura Michael. “Pero esto… si tú no eres fuerte, te destruye por completo. Yo soy muy sentimental, todo me afecta. Esto me ha enseñado muchas cosas. Tuve que hacer terapia psicológica. Por suerte no llegué al psiquiatra, porque la verdad es que no me gusta tomar medicamentos. Me he dado cuenta de que no vale la pena estar en depresión, ni estar todo el día afligido llorando. Yo sé que Martín no hubiese querido que yo estuviera así. De haber sido al revés, de haber muerto yo y él haber sido el superviviente, yo no querría que él estuviera siempre triste. Así que me dije que iba a retomar mi vida, por mí y por Martín. Yo voy a caminar y a hacer todo lo que tenga que hacer en nombre de los dos. De la mano de Dios siempre, que fue el que me sacó de allí y el que me mantuvo vivo”.
La religión ha ayudado mucho durante este último año a Michael. Él es católico y acude regularmente a una iglesia pentecostal (evangélica) en Tampa. “Voy a la iglesia todos los domingos. Allí cantan, ellos adoran a Dios de una forma que sientes esa presencia, ese gozo… cada vez que voy me siento muy bien.”.
Su sensación de disfrute en la iglesia contrasta con el rechazo que, de momento, le provoca el ambiente gay nocturno. Michael aún no ha vuelto a salir a ninguna discoteca. “Todavía no me siento preparado”, dice. “El ambiente gay señala y a mucha gente le gusta apuntar y mofarse; decir ‘mira este, lleva un bastón, está cojeando’. Me he alejado de eso. Pero volveré cuando me sienta preparado”.
Esa frase de Michael, esa decisión de no acercarse a ningún local de ambiente, me da que pensar. Esos lugares, que fueron creados para que los homosexuales nos sintiéramos mejor, han terminado siendo sitios a los que ir “cuando nos sintamos preparados”. Algo hemos hecho muy mal, algo de ese odio hacia el débil o el diferente (que alimentó también al terrorista) hemos asimilado cuando no todo el mundo se siente listo para mostrarse ahí tal como es. Se nos llena la boca hablando de Donald Trump, pero somos incapaces de detectar ni una sola traza de su discurso en nosotros, a pesar de que, en efecto, las hay.
Acabar con el odio en todas sus variantes es una tarea de cada uno de nosotros. Michael Morales ha podido sentarse y atender mi llamada. Porque, a pesar de todo, su vida sigue. Las siguientes 49 personas no pueden decir lo mismo. A todas ellas va dedicado esto.
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