junio 15th
La cicatriz de Orlando
No he podido escribir prácticamente nada antes, salvo esta carta al director en ‘El País’. Durante estos últimos días, en mi cabeza se han mezclado tantos pensamientos y en mí han aflorado tantos sentimientos que me ha resultado muy complicado pensar con claridad. El shock ha sido tal que ni siquiera he conseguido hacer aquello a lo que me dedico profesionalmente. Lo intento ahora, tratando de poner por escrito todo lo que la masacre de Orlando ha provocado en mí.
Mis ojos se han ido humedeciendo varias veces al día, de manera escondida, durante esta semana. En la boca del estómago, un nudo que no se va. Todas las víctimas de todas las barbaries en todos los países me duelen, pero reconozco que esta me ha tocado mucho más, porque se ha atacado a mi comunidad. Contemplo las imágenes que han circulado de esos jóvenes. Se tomaban fotos con sus iPhone para subir a Instagram, como hago yo. Eran hispanos o medio hispanos, como lo soy yo. Salían de fiesta con sus amigos los sábados por la noche, como hago yo. Hablaban con sus madres por Whatsapp, como hago yo. Amaban a las personas que querían amar, como hago yo. Son tan parecidos a mí que podría ser yo mismo. De hecho, así es de alguna manera. Y es por eso que me ha dolido tanto.
He leído la historia de Eddie Jamoldroy Justice, el chico que se escondió en el baño de la discoteca Pulse junto a otras personas y envió desde allí mensajes a su madre explicándole que estaban disparando en el club. Es, muy probablemente, lo que hubiera hecho yo mismo en una situación así. Imagino la angustia de alguien atrapado, escuchando acercarse las balas de su asesino durante más de media hora, y se me abren las carnes. O la historia de Edward Sotomayor Jr., que recibió un disparo en la espalda por proteger la vida de su novio, y murió en el hospital. Todo, en un lugar creado especialmente para brindarnos más seguridad.
Al dolor por el ataque se une otro sentimiento: el de decepción. Sólo el colectivo LGTB hemos llorado a esas 50 personas. Salvo contadas excepciones -todas mujeres-, ningún heterosexual en mi entorno ha dicho una sola palabra. Ni siquiera cuando yo mismo he sacado el tema. Indiferencia absoluta. Como el que habla del tiempo. Por supuesto, ni se han molestado en preguntarme cómo me siento. Y puede que el (ínfimo) tratamiento de la tragedia en los medios de comunicación haya tenido algo que ver.
Comparto lo que muchos de mis amigos y conocidos han explicado en las redes sociales respecto al sentimiento que esta indiferencia hetero les ha provocado. Ha sido como volver al colegio, cuando los abusones nos llamaban ‘maricones’, nos echaban del equipo de fútbol o nos golpeaban, mientras el resto les reía las gracias o, en el mejor de los casos, miraba para otro lado. La indiferencia es una manera de complicidad. ¿Que sería yo si viese a un hombre golpear a una mujer en plena calle y siguiera mi camino como si nada? ¿Qué sería yo si no condenase ese tipo de delitos públicamente?
Cuando ocurrió la masacre de Charlie Hebdo en enero de 2015, todo el mundo habló de ello durante semanas y muchos cambiaron sus avatares en las redes sociales por ‘Je suis Charlie’. Lo mismo ocurrió cuando se vivió el horror en la sala Bataclan y en las calles de París en noviembre del mismo año. Conocimos las caras y las historias de esas personas de inmediato y, durante muchos días, los periódicos e informativos no hablaron de otra cosa. También con Bruselas. Y con Túnez. Esta vez, no. Apenas unas menciones rápidas al día siguiente, y punto. Mi pregunta es: ¿por qué?
La noticia me pilló en un viaje de prensa a Tenerife. Durante la cena con otros periodistas el mismo día de la tragedia, yo mencioné lo ocurrido. Lo primero que escuché fue ‘pero ha sido en un bar gay, ¿no?‘. He ahí el quid de la cuestión: en ese PERO inicial, que tanto significa.
Por si fuera poco, durante estos días, ha (re)aparecido en Twitter el repugnante hashtag #MatarGaysNoEsDelito. Una obvia incitación al odio en la que la red social no ha tomado cartas hasta el momento. Puedes firmar aquí para solicitar que se retire. Porque es precisamente esa connivencia ante el lenguaje del odio (como el del arzobispo de Valencia o la del pastor hispano de California que ha celebrado en misa la masacre) lo que alimenta la homofobia. Y es la homofobia lo que conduce a episodios tan dolorosos y macabros como el del club Pulse de Orlando.
En ocasiones, y por fortuna, el espejismo de la igualdad domina mi visión de las cosas. Viviendo en un país como España (uno de los más avanzados del mundo en asuntos LGTB), en una comunidad autónoma como Cataluña (con una ley específica anti-homofobia) y en una ciudad como Barcelona, podría pensar que los homosexuales ya lo hemos conseguido todo. La ley nos permite casarnos, adoptar, hacer la declaración de la Renta conjunta si queremos y la Policía vela por nuestra seguridad en lugar de perseguirnos. Sin embargo, los hechos se encargan de devolverme a la realidad de una bofetada. De los 1.285 delitos de odio registrados en España en 2014, el 40% estaban relacionados con la orientación sexual. Y eso que sólo se denuncian dos de cada diez casos. La Comunidad de Madrid sufre una agresión homófoba cada dos días. Podría seguir dando datos porque los hay a raudales. Pero la conclusión de todos ellos es que la homofobia es una realidad creciente. No sólo en Rusia o países musulmanes. Aquí también.
Lo que me parece increíble e insultante es que, a estas alturas, se cuestione si la masacre de Orlando ha sido consecuencia de la homofobia. Lo han hecho desde los medios de comunicación hasta (cómo no), los usuarios de redes sociales, como pueden ver aquí:
El mero cuestionamiento de la naturaleza de este crimen me pone tan enfermo como al periodista británico Owen Jones, que ha terminado abandonando el plató de Sky News ante la constante negativa de los presentadores a que la masacre de Orlando fue un acto homófobo. «No creo que tengas la propiedad del horror de este crimen porque seas gay» le ha espetado la compañera. Pongamos que, en lugar de una discoteca gay, el escenario hubiera sido una sinagoga abarrotada. ¿Dudaría alguien de que se trataría de un acto claramente antisemita? Imaginen que fuera una peluquería afroamericana. ¿A alguien se le ocurría negar el racismo en ese caso?
En Charlie Hebdo, nadie negó que fuese un ataque contra la libertad de expresión. En Bataclan, nadie negó que fuese un ataque contra el libre albedrío de nuestra sociedad. ¿Por qué en Orlando se niega la homofobia?
También es incuestionable que ha sido consecuencia de la Segunda Enmienda, esa política estadounidense con origen en el siglo XVIII que permite, en pleno 2016, a cualquier desequilibrado poseer un arma diseñada para matar al mayor número de personas en el menor tiempo posible. El asesino llamó momentos antes al 911 y dijo cometer la barbarie en nombre de ISIS, organización que después ha asumido la autoría, aunque todavía se investiga si recibió instrucciones directas o sencillamente se inspiró en la terrible manera en que asesinan a los homosexuales, en la horca o arrojándolos desde las alturas. ISIS sabe que atribuirse los asesinatos de cualquier lobo solitario en cualquier parte del mundo le hace más fuerte. Porque resulta muy complicado para las fuerzas de seguridad de cualquier Estado prever o combatir las acciones de una sola persona armada. Más todavía en un país donde se consiguen armas y munición en la tienda de la esquina. El terrorismo adquiere así las características que lo definen en nuestro siglo: es global, altamente imprevisible y ataca a Occidente desde el propio Occidente.
Pero ISIS no se hace más fuerte únicamente así y no sólo ataca nuestras sociedades dejando muertos por el camino. Con cada nuevo atentado, crece entre nosotros el racismo y la xenofobia, hasta el punto de que algunos partidos abiertamente neonazis se sientan hoy en los parlamentos de países europeos en su día invadidos y devastados por el nazismo, como Grecia. A la homofobia se une la islamofobia, otro de los grandes males de nuestro tiempo. Y, si bien los ataques más furibundos hacia el colectivo LGTB proceden de las personas que se dicen más religiosas, no podemos condenar las religiones. Deberíamos evitar a toda costa que el odio logre su objetivo de crear más odio, de sembrar la discordia para volar Occidente desde dentro. La libertad, la multiculturalidad y el respeto mutuo forman parte de las bases de nuestra civilización. No podemos permitir que la sinrazón las reviente. Eso supondría reconocer la victoria de las bombas y los fusiles, cuando nosotros disponemos de armas mucho más potentes, como esa paz y diversidad que representan la bandera arcoiris.
El golpe al colectivo LGTB ha sido duro, sin duda. Pero no somos sólo víctimas. Llevamos siglos defendiendo nuestros derechos. Somos una de las minorías que más avances ha conseguido en las últimas décadas en todo el mundo, por méritos propios. Nuestra historia, como la de otros colectivos represaliados, se ha forjado a base de la entrega, el sufrimiento y la muerte de muchos de los nuestros. Saldremos adelante. Yo soy gay y no tengo miedo a continuar con mi vida normal. A seguir yendo a bares, a discotecas, al cine, al trabajo en transporte público. A seguir besándome con mi marido en la calle o untarle crema en la espalda en la playa. A ondear, figurada y literalmente, la única bandera del mundo que me representa.
comment-944
Suscribo cada palabra que has puesto. Y es verdad, en mi trabajo nadie ha comentado nada. Invisibles hasta para matarnos. Me preocupa mucho la siembra de homofobia. Como escribía yo el otro día, los gays, la comunidad LGTBI tenemos una diana encima. Unos, con sus palabras apuntan a los objetivos. Otros ponen las balas. Y no pasa nada. Abrazos, también este asunto me ha dejado v tocado.