diciembre 17th
La pobreza bien vista
Foto: Samuel Aranda para The New York Times
Confieso que mi devoción por las fiestas navideñas es directamente proporcional a lo paradójica que resulta dado mi agnosticismo e inversamente proporcional al sentimiento que provocan estas fechas en muchas personas, sobre todo en aquellas que las ven tan sólo como un pretexto para gastar. La cosa se pone seria en un momento en que cada vez más familias han de renunciar a los fastos, les guste o no.
En paralelo al hundimiento de este país, durante los últimos años he percibido un fuerte cambio en la manera en que las personas hablan del dinero en general y del estado de sus finanzas en particular. Estas son fechas muy propicias para constatarlo: en la pescadería, en la cola del pan, en el bar de la esquina. Si bien antes se trataba de un asunto tabú, ahora los españoles hablamos abiertamente del vil metal. Pero además de abiertamente, hablamos de él con pesadumbre. Es un desánimo que se palpa en cada esquina y que me resulta agotador. En la época de bonanza no se hablaba de dinero, sencillamente se presumía de él. Quien podía, claro. Cuanto más analfabeto se era, más llamativo era el coche y más grande era el logo del jersey. La cultura del nuevoriquismo que asoló este país (y que por fortuna se ha ido al carajo, hasta próximo aviso) ha dado paso a la cultura del regodeo en la propia miseria.
Sobran motivos para quejarse. De muchos de ellos hablo y seguiré hablando en este blog. Pero la queja debiera ser sólo el primer paso. Tras ella ha de venir la acción. Si algo va mal, ¿por qué no intentamos cambiarlo? Con hechos. Enconarse en la queja sólo conduce al desánimo y a crear una psicosis colectiva que contribuye a eternizar lo que todos queremos que acabe.
Como algunos de ustedes saben, soy medio nicaragüense por parte de madre. Nicaragua es el segundo país más pobre del continente americano, sólo por detrás de Haití. Cuando visité el país pude comprobar en primera persona que la mayoría de su población vive en unas condiciones infrahumanas. No es que vivan una crisis, es que es su forma de vida. Pues bien: sorprende ver cómo se ofrecen a compartir lo poco que tienen y cómo mantienen una actitud vital positiva. Aquí y allá disfrutan de la vida, y montan una fiesta con dos zumos naturales y un radiocassette a pilas. Un tópico que todos hemos escuchado mil veces y que resulta ser una realidad, al menos desde mi experiencia. Tampoco se pasan el día hablando de lo mal que está la cosani de la que está cayendo.
En ocasiones, España me recuerda a esos cronistas de sucesos macabros a quienes les encanta recrearse una y otra vez en los detalles más escabrosos. Vuelven sobre lo mismo como vuelve el buitre a por carroña. Aunque, puestos a buscar la esperanza en la penumbra, se ha de reconocer que algo de bueno tiene todo esto: la pobreza ya no está mal vista aquí. No ocurre así en otros países vecinos.
Recientemente se ha publicado un estudio de la Universidad de Essex que revela que una gran parte de los beneficiarios de las ayudas económicas para comedores escolares en el Reino Unido no las utilizan por miedo al rechazo social. Los niños más pobres han de guardar una cola aparte, delatando su situación ante el resto de compañeros y sufriendo el consiguiente estigma. Conocido es el (mal) gusto británico por el clasismo. Como digo, supongo que una cosa así no pasaría en la España de hoy, donde la miseria ya no está mal vista, ya que en torno a un 27% de la población la sufre, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza (EAPN, por sus siglas en inglés). Sin embargo, es curioso observar cómo reaccionamos cuando es otro país el que refleja la situación actual de España. La imagen que acompaña a este post causó una enorme indignación tras ser publicada en la portada de The New York Times. Es como ocurre con la familia: uno puede criticar a la propia, pero que a nadie más se le ocurra mentarla.
Hemos conseguido derribar el tabú de la pobreza. Ingenuos como yo todavía pensamos que eso puede significar superar el ‘eres lo que tienes’. Lo malo es que, por un lado, corremos el riesgo de acostumbrarnos tanto a ella que llegue a provocarnos indiferencia y, por otro, estamos traspasando la delgada línea roja que separa el realismo del victimismo, olvidando que nadie sale de un agujero a base de regodearse en su propia mierda.
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Excelente!!!