septiembre 14th
Melilla la vieja
En estos tiempos de retrocesos en que la xenofobia reverdece hasta sonrojar, Melilla es un faro en medio de la oscuridad. En apenas doce kilómetros cuadrados conviven 75.000 personas -es la ciudad española con mayor densidad de población-, de las cuales la mitad son de origen hispano y la otra mitad, rifeño. Moros, cristianos y hebreos conviven aquí desde hace 514 años. Y, desde noviembre del 85, tan españoles son unos como otros. De hecho, la balanza está a punto de desequilibrarse, pues en breve será la primera ciudad de este país con más población musulmana que cristiana. Y no pasa nada. Me enorgullece pues, que tal impronta marcase mi niñez y, por ende, mi carácter de por vida.
Para mí ha sido normal la mezcla étnica y religiosa, no como una mera corrección política, sino como parte de mi ser. Lo digo con especial énfasis a todas esas personas que me tachan de intolerante con la religión católica. Comprarle huevos a un judío en el mercado municipal de abastos, el olor a cordero y a té moruno subiendo por el patio o viajar en un ferry atestado de coches con la baca a reventar formaban parte de mi cotidianidad. Si a todo eso unimos que soy mestizo, puedo asegurarles que cuando escucho que el multiculturalismo es un fracaso no puedo dejar de sonreír de manera condescendiente.
No noté el odio racial hasta que regresé a la Península, que vivía a un ritmo diferente. Porque, eso sí, en Melilla el tiempo no pasa igual. Allá todo va más lento. Tanto es así que, fíjense ustedes, una de las pocas estatuas franquistas que aún quedan en pie está clavada en medio de una céntrica avenida hoy llamada Juan Carlos I (… adivinen su anterior nombre). Ironías que me encantan. Lo que sí me entusiasmó comprobar fue el cambio de nombre de mi calle, de Teniente Coronel Seguí a Avenida de la Democracia. Me resultó hasta cándido. Un salto en el tiempo que yo hice hacia atrás y Melilla hizo hacia adelante.
Se dice que a menudo ignoramos a quien más sabe. Lo que, en otras palabras, viene a decir que pasamos de nuestros mayores. Para nuestra hipervigorizada sociedad no son más que viejos. Están ahí, con su pozo de sabiduría, pero nadie les echa mucha cuenta. Igual que a esta ciudad autónoma. Unos no tienen la piel tersa, no lucen músculo, no comen fast food, no saben lo que es un iPad. La otra no tiene luces de neón, ni edificios de arquitectos snob, ni sale en las películas, ni dispone de centros comerciales -una batalla ganada por los pequeños tenderos melillenses-. Precisamente el mayor monumento de Melilla es una fortaleza (que, no olvidemos, viene de fuerte) conocida como Melilla La Vieja. Precisamente tengo en Melilla a mi abuela. Precisamente de aquí datan mis recuerdos más viejos.
Precisamente Melilla es, en el sentido más sabio de la palabra, viejísima. Tan vieja como las cosas viejas que, pese a las dificulatdes, son las que funcionan mejor.