enero 22nd
Tres segundos
Imagen: Mario Alberto Magallanes Trejo
Les voy a contar algo que casi nunca he contado a nadie. Se trata de un suceso que viví hace exactamente diez años, una noche de febrero de 2003.
Yo tenía 19 años y estudiaba en la Universidad de Málaga pero estaba unos días de vacaciones post-exámenes en Barcelona, la ciudad donde hoy vivo. Eran las 2 o las 3 de la madrugada y yo regresaba con mi entonces pareja en su coche desde Barcelona por la autovía A-2 dirección Lleida. Él no había bebido ni una gota de alcohol y yo iba de copiloto. De repente, de la oscuridad salieron dos faros que venían por el mismo carril en sentido opuesto. Era un coche que se dirigía directo hacia el nuestro a más de 150 kilómetros por hora. A mí sólo se me ocurrió gritar «¡cuidado!» y él dio un volantazo hacia la derecha, esquivando al vehículo cuando apenas estaba a dos metros de nosotros. El shock no me dejó mirar hacia atrás para ver qué ocurría con aquel loco. Sencillamente comenzaron a temblarme las piernas como nunca antes. Si les digo la verdad, mi cerebro se ha encargado de diluir tan traumática vivencia con el tiempo, pero sí sé que fue una de las experiencias más desagradables de mi vida. Un par de kilómetros más adelante, dos coches de policía perseguían al kamikaze por la vía de servicio. Al llegar a casa, me derrumbé. No podía dejar de pensar en el «y si»: en lo que hubiese ocurrido de haber reaccionado tres segundos más tarde.
Pues algo parecido debió de haber sentido una tarde-noche de ese mismo año José Alfredo Dolz en la AP-7 justo antes de que un coche se empotrase de frente contra el suyo y muriese a los 25 años. Tras un proceso judicial alargado por un potente bufete de abogados con argumentos tan peregrinos como un súbito ataque de epilepsia -cuando en principio declaró ser un deportista sano- desestimado por el análisis forense y recursos que han llegado hasta el Tribunal Supremo, el conductor kamikaze, Ramón Jorge Ríos Salgado, entró en prisión en febrero de 2012 con una condena de trece años. No había cumplido ni uno cuando salió en libertad la semana pasada, indultado por el Gobierno.
El indulto ha tenido una gran repercusión por lo polémico que resulta perdonar, en contra de las víctimas, de la Audiencia Provincial y de la Fiscalía, a alguien cuyo comportamiento al volante respondía al de una persona lúcida, que no cabal. El caso tiene un tufo a tráfico de influencias, ya que el abogado del conductor kamikaze es hermano de un diputado del PP que fue subsecretario de Justicia entre 2000 y 2002.
Las injerencias de la política en la Justicia, con casos tan graves como el que se quitó de en medio a Garzón o como el que ha traído desde Cuba a un homicida imprudente cuya mejor defensa ha sido su carnet de cachorro conservador, ya forman parte de ese halo de corrupción que tanto hastía a los españoles, de toda esa mierda enquistada en puntos negros que el vapor de la crisis se está encargado de hacer exudar. Se trata de uno de los mayores lastres de nuestra joven y tarada democracia.
Que los ciudadanos nos demos cuenta de ello es un arma de doble filo, pues al tiempo que necesario, es también motivo para la desconfianza que se ha instalado en el sentir común. El recelo hacia la mayor parte de la instituciones (y lo que representan) que componen nuestra democracia les resta legitimidad y, peor aún, deja el campo abonado para toda clase de populismos. Por ello, clamar contra ese entrometimiento medieval es abogar por una Justicia real, que es un requisto indispensable para una democracia sólida.
La vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, adujo «equidad» en la concesión del indulto de la vergüenza en la misma semana en que, no contenta con ganarse el odio de los españoles, quiso optar a un Goya por actriz revelación. A mí, el concepto de equidad de este Gobierno me pone los pelos de punta, pero sea como fuere, revocar ese indulto (insulto para muchos de nosotros) es un acto de Justicia. Poco más se puede hacer por aquel muchacho. Él no tuvo esos tres segundos que sí tuve yo.