Escribo estas líneas la noche del 9 al 10 de noviembre de 2013, desde la comodidad de mi escritorio y con un té humeante frente al ordenador en mi casa, que está cálida y huele a higos, mientras el viento frío sopla con fuerza en las calles de Barcelona. Rodeado de este confort, por más que estudie o me haya esforzado en imaginarlo, no creo que pueda hacerme una idea de lo que ocurrió tal noche como esta hace 75 años no muy lejos de aquí, en lo que, con el tiempo, se bautizó como ‘la noche de los cristales rotos’.

El pogromo tuvo como excusa detonante el homicidio, el 7 de noviembre de 1938, del funcionario alemán Ernst von Rath en la embajada de París a manos de Herschel Grynszpan, un joven judío alemán de origen polaco cuya familia acababa de ser deportada a Polonia en el marco de una expulsión masiva que las autoridades nazis habían ordenado en el verano de aquel año. La xenofobia que prendió en las calles hizo el resto. ‘La noche de los cristales rotos’  se saldó con el asesinato de 91 judíos, 30.000 deportados a los campos de concentración, 1.000 sinagogas quemadas, casas, escuelas, hospitales y más de 7.000 comercios destruidos, hecho que dio nombre a la fatal efeméride. Lo que ocurrió a partir de entonces es un horror que todos conocemos.

O quizá no todos. 75 años después de aquella noche, todo el mundo sabe lo que es la Unión Europea, aunque no todo el mundo parece conocer su razón de ser. La mayor crisis económica ocurrida desde entonces ha tenido unos efectos peligrosamente similares a los de la Gran Depresión, a saber: un caldo de cultivo donde la xenofobia, el racismo y la homofobia campan a sus anchas ante la pasividad o incluso la complicidad de algunos gobiernos. Las democracias desarrolladas en Europa tras la II Guerra Mundial han resultado ser demasiado generosas con las ideologías que una vez sumieron al continente en uno de los episodios más oscuros de toda su historia. Durante décadas, esos movimientos han permanecido agazapados, bien siendo conscientes de su carácter minoritario, bien esperando tiempos más propicios para sus intereses -como en Francia- o bien cediendo a integrarse en partidos democráticos de derechas. Este último es el caso de España, donde los datos del CIS aseguran que 9 de cada 10 franquistas se encuentran satisfechos votando al Partido Popular, razón que explica por qué aquí no cuaja nada a la derecha del PP.

De entre todo el deplorable abanico de ideas-basura que posee la extrema derecha, la xenofobia está siendo la piedra angular sobre la cual se está construyendo un discurso que cala más de lo deseable y que se nutre especialmente de las frustraciones de las clases bajas de los países industrializados. Así, las ciudades-dormitorio y el extrarradio de París, Londres o Atenas se están convirtiendo en bombas de relojería. La inmigración (y en concreto, hablemos claro, la inmigración sur-norte) es el chivo expiatorio que está pagando los errores más graves de la Unión Europea. Es la cruz más amarga de los rigores impuestos por la tiranía de la Troika. Los partidos políticos de discursos más populistas se encargan del resto.

La reciente anulación de la ‘doctrina Parot’ por parte del Tribunal de Estrasburgo ha dado en España un nuevo impulso al anti-europeísmo, probablemente la soflama más característica de la actual extrema derecha. Tampoco es casualidad que el ataque ultra a la librería Blanquerna de Madrid la pasada Diada de Cataluña se haya producido en 2013 y no antes. En Italia, la primera ministra afrodescendiente del país, Cecile Kyenge, recibe desde su nombramiento constantes amenazas e insultos racistas por parte de diputados de los partidos xenófobos Forza Nuova y la Liga Norte. Pese a todo, ella asegura no arrepentirse de haber aceptado el cargo. En Grecia, los altercados producidos por el tristemente famoso Amanecer Dorado incluyen el asesinato de un joven rapero que cantaba canciones con versos antifascistas, acción a la que ha sucedido el asesinato de dos neonazis a las puertas de la sede del partido. Mientras, nuestros vecinos franceses ven cómo los lemas sobre los que se ha levantado su país palidecen ante el avance de los extremismos, que para más inri proceden del propio gobierno socialista, como ha ocurrido en el ‘caso Leonarda’. El populismo chovinista está logrando allá un calado tan profundo que el Frente Nacional de Marine Le Pen ya se perfila como ganador para las elecciones europeas de mayo, una cita clave para estos movimientos ultra. Recuerden ustedes que el discurso de Le Pen incluye insultos racistas, el cierre de las fronteras francesas y la seria propuesta de la salida de la OTAN y del euro. Pero ni siquiera es necesario mirar al país galo. Basta con poner la oreja en la cola del pan para escuchar aquello de ‘Primero los de aquí’ o ‘Nos invaden los chinos porque trabajan por cuatro duros’. No en vano, los nacionalismos viven un dulce momento (¿verdad, señor Mas?).

El antisemitismo también aflora con fuerza. Los resultados, acabados de publicar, de una encuesta realizada por la Agencia Europea de Derechos Fundamentales entre septiembre y octubre del año pasado en los países donde hoy viven el 90% de los judíos de Europa revelan que un 76% de ellos siente que el odio hacia su comunidad ha crecido en los últimos cinco años. Internet es, también en esto, un símbolo de los tiempos que corren. La excesiva laxitud de Twitter provocó el otoño pasado que el hashtag antisemita #unbonjuif (un buen judío) llegase a ser trending topic, lo que le valió a la compañía una demanda de la Unión de Estudiantes Judíos de Francia. ¿Y qué hay de Alemania? ¿Aprendió la lección? Lo cierto es que el prestigioso diario Die Zeit atribuye a los neonazis de allá un total de 153 asesinatos desde la reunificación en 1990.

Todos los grupúsculos que causan esos males están a punto de dejar de ser tal cosa para convertirse en grupos parlamentarios. Claman por su lugar en la Unión Europea, en la mayoría de ocasiones para acabar con ella. De hecho, ya han comenzado a organizarse para constituir un frente común de cara a las elecciones europeas del próximo mes de mayo. Si consiguen 25 diputados de siete países, será un hito que posteriormente les traerá ventajas de las que ahora mismo no gozan, como pueden ser una voz notable en el Parlamento Europeo y una mayor financiación. ¿Consecuencias? Pues lo más probable es que de las próximas elecciones salga el Parlamento Europeo más anti-europeísta e inclinado a la derecha que jamás haya existido. Ahí es nada.

Me he molestado en dibujar un mapa que pretende ser una radiografía del poder de la extrema derecha en Europa. En color verde, los países en los que los partidos de esta ideología ocupan entre un 1% y un 5% del total del parlamento. En amarillo claro, entre un 5,1% y un 10%. En amarillo oscuro, entre un 10,1% y un 15%. En naranja, entre un 15,1% y un 20%. Y en rojo, más de un 20%. Pueden pinchar con el cursor sobre la imagen para verla con más detalle.

Europa parece así volver a lo que ya fue: la cuna del racismo. Le ha cogido el gusto a vivir una y otra vez esa noche de los tiempos cuyo final, en realidad, está en las manos de todos nosotros. En las mías. En las suyas. En las de sus vecinos. En las de los profesores que educan a nuestros menores. En las de nuestros medios de comunicación. Sólo los ciudadanos de esta parte del mundo tenemos la capacidad de arrojar luz sobre esa oscuridad y hacer que, de una vez, salga el sol para todos.